miércoles, 24 de diciembre de 2008

El regreso

Brrrrrr Brrrrr, rugía la caldera. Tenía las manos congeladas, pero una reconfortante taza de humeante café la acompañada bajo una luz tenue, la suficiente como para poder ver las teclas que inconscientemente aporreaba. Al lado de la taza de café, un cenicero rojo que le habían regalado escasos dos días antes, diseño de alguien famoso cuyo nombre no puede recordar. El cenicero de los solteros, de las grandes mentes, que se suponía que tenía que traerle suerte, en sus largas horas de trabajo (?). Ya que fumamos, fumemos con estilo, decía la tarjeta que lo acompañaba.

Habían pasado meses desde la despedida con vino y chill out. Estaba sola cuando escribió esas letras, y está sola ahora, en su despacho improvisado durante sus vacaciones.
Habían pasado varias cosas desde que se fue, pero el pasado siempre retorna, siempre.

No se había dado cuenta y ya había vuelto a casa, al calor del hogar, donde una chimenea se debatía entre las brasas, porque ella era incapaz de avivar el fuego; necesitaba a ese hombre que en su día describió como cansado y con forma de pera, para que le ayudara con esas tareas tan varoniles (?). Le había visto poco desde su regreso, a ese fondón de sonrisa tímida. Trabaja muchas horas, y esa había sido la tónica desde que ella tiene memoria. Al escribir esto no puede evitar recordar cuando vivían en su pisito, y ella tenía escasos 5 años. Él llegaba siempre a la hora de cenar, y les prestaba poca atención, pero porque estaba cansado, demasiado cansado. Pero gracias al fútbol, una vez en semana su padre la despertaba con los gritos de gooooooooool que seguían a un golazo del Dream Team. Entonces ella aprovechaba la excusa para salir del cuarto al que la habían mandado a dormir. Se dirigía tímida, aunque sonriente, hacia el comedor. Se sentaba al lado de ese señor barbudo, y le lloraba; le lloraba diciendo que no podía dormir, que no tenía sueño, que se quería quedar con él. Entonces él sacaba la caja de galletas, y se las daba. A ella le cambiamba el semblante, y con cara de vivaracha se reclinaba en su regazo, reía y reía y, a pesar de que el partido de fútbol ya había terminado y los ojitos de ese grandullón se iban cerrando, ella no paraba de comer galleta tras galleta, sonriendo, mirando a ese señor de piel oscura del que durante el día no podía gozar.

La situación no había cambiado mucho, clase obrera, hay que salir a trabajar. Llegó hace dos días a su casa y, a pesar de que gordinflón se había levantado temprano y debía volverlo a hacer, la esperó, aunque sólo fuera para darle un caluroso beso de bienvenida. Gracias, y más gracias.

Brrrr, brrrrr, seguía la caldera, y seguían sus manos frías como antes, el café ya no humeaba, y tal vez estaría hasta frío ahora que se decidía a darle un sorbo. El cenicero rojo, olía a rayos, con los cigarrillos apagados dentro de él.

Se había propuesto hacía unos días dejar de fumar, y lo hizo, durante escasas 48 horas. ¿Lo dejaría a su regreso a la isla? Es una incógnita que en un futuro descubrirán.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Polvo por doquier, ni rastro de un dedo pasado para comprobar que efectivamente ahí había polvo. Paredes desconchadas, ni rastro de una mano de pintura desde hacía al menos diez años. Lámparas sin bombillas, los cuadros descolgados en hilera en el suelo, castigados de cara a la pared, para que nadie pudiera adentrarse en la intimidad de quien en su día los colgó.

Un televisor roto, y la radio que emite ruido, ni rastro de una emisora, por poco digna que fuera. Un teléfono tirado en el sofá, al lado de un cenicero lleno de colillas. Olor a tabaco mal apagado.

Ruido de agua corriente. En la cocina el grifo está apagado. Una montaña de platos de la cena. Tal vez de una cena de hacía dos o tres días, el rojo del tomate estaba oscurecido, enganchado en los bordes de un plato rebañado con pan, pues se apreciaban las migas. Dos o tres tazas de café, con azucar pegado en el fondo, y una botella de ron vacía.

Ropa tirada en el suelo: unos calcetines blancos mugrientos, unas braguillas rojas y un sostén negro de encajes; unos pantalones de pijama, una camiseta vieja, y una goma roja para el pelo.

Olor a velas quemadas, rastros de vapor en la antesala del baño. Un bote de pastillas medio vacío tirado en el suelo.

Miauuuu, miauuu, un gato que llora dentro del baño. Está encerrado.

Rastros de sangre diluida en agua asoman por debajo de esa puerta sellada. Olor a muerte. Miedo en el corazón.

Se abre la puerta, griiiii, y un grito de horror sofocado sale de su boca.

Una mujer tumbada en la bañera, repleta de agua teñida de rojo, con la mirada perdida en el vacío y los brazos colgando. Rojo azulado en las muñecas, un cuchillo tirado al lado de la ducha, justo encima de la toalla negra con la que solía ducharse. El pelo seco, y el agua rebotando en sus nalgas, gotita a gota.

En un rincón el gato asustado. Rojizo por culpa del tinte de agua al que su ama le había castigado.

Cogió al gato, cerró la puerta tras de si, se sentó en el sofá, contribuyó al olor a cigarrillo apagado fumándose uno, un LM para ser exactos, se levantó, colgó los cuadros en su sitio, quitó el polvo, fregó los platos, recogió la ropa y la puso dentro de la lavadora, colocó bombillas en las lámparas, y llamó a la policia.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Insoportable lascivia del ser

Es sábado. Uno de esos sábados en los que uno no entiende por qué se compró un teléfono móvil hace tanto tiempo; hoy no le ha servido de nada. Están todos de viaje, así que es muy improbable, por no decir totalmente absurdo, que alguien llame para hacer algún plan.

No se ha quitado el pijama desde que se ha levantado, y le gusta. Ha leído durante horas, no sabe cuántas, y luego se ha acostado, a soñar.

Riing, riing, riing... insistentemente, y cada vez más estridente. Riiing, riiing, riing.
-¿Sí?
-Hola.
-Hola. ¿Te pasa algo amor? ¿Qué hora es?
-No sé, ¿las seis?
-Ah... uuupss... espera.
-¿Hace calor?
-No sé, ¿18 grados? ¿Por?
-Entonces vas ligera de ropa...
-¿Perdona? No sé, llevo un pijama, como siempre. ¿Estás bien?
-Sí, ¿por qué no iba a estarlo? ¿De qué color es el pijama?
-Mmm... ¡negro! ¿Qué te pasa?
-Nada, me acordaba de ti, siempre me acuerdo de ti, de tu piel...
-De verdad, ¿te ocurre algo?
-Sí, seré sincero, estoy cachondo... no hago más que pensar en ti, en tu piel, en tus pezones...

De repente tenía un calor absurdo, estaba empapada, contrariada, avergonzada, ruborizada, aturdida. No entendía nada.

Abrió los ojos. El televisor estaba en marcha, con una de esas películas que sólo ponen de noche, en las que lo más surrealista toma forma. Le estaba sonando el móvil, y no llego a tiempo a responder. Aquellos minutos en que uno se pasea dulcemente entre la realidad y la ficción, aquellos minutos en los que el ser es más vulnerable, le habían jugado una mala pasada. La llamada que estaba recibiendo se confundió con una conversación absurda de la película que estaban pasando en La Sexta.

¡Qué desilusión! Por una vez le hubiera gustado ser la protagonista de una llamada tan irreal como surrealista.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Grandes verdades (como templos)

No hago nada con mi vida.

Y sin embargo su vida estaba llena de: amor, diversión y salud. No enumeraré qué subapartados contenia cada categoría, porque la lista sería infinita.

¿No hacía nada con su vida?

Miedos absurdos

un disparo. Le había parecido el sonido más aterrador que jamás hubiera escuchado. A lo lejos. No se había atrevido a acercarse. Huyó. Salió corriendo despavorida. No se lo comentó a nadie, porque nadie debía saberlo, no en aquel barrio.

un chico grita desesperado. ¡Socorro! ¡No me hagáis daño! ¡Basta!
Nadie de los que pasean por la calle le presta la más mínima atención. A los que implora misericordia, no les importa en absoluto. Ni tan siquiera saben cómo se llama. Esa es su misión de hoy.

la prensa del día siguiente. Un café humeante que se quedará frío, al lado de un cigarrillo que se consumirá solo en el cenicero. La chica que no quiso ir, la que salió corriendo asustada, ésa, leía en el periódico que su mejor amigo había muerto en manos de unos chiquillos fanáticos al rol.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Nada

No le iban a dar nada. Y nada, en esto caso, significaba nada: nada de becas, nada de más horas de italiano, nada de una posible movilidad a Italia, porque Trieste este año no ofrecía su curso, nada de nada.

¿Qué le había hecho al mundo? ¿Valía la pena su inversión? Tal vez no, pero ya no podía hacer nada por cambiar la situación, solo luchar, luchar consigo misma, con todas sus fuerzas, para demostrarle al mundo entero que a pesar de las trabas, lo conseguiría, aunque cada día dudaba más de ello.

Era autónoma, no le dieron ninguna explicación para denegarle la ayuda económica, pero probablemente fue por ese motivo, por el mismo que el Ministerio de Educación español deniega las becas a los hijos de autónomos, con la asunción de que son personas que se ganan extraordinariamente bien la vida. ¡Qué injusto! El Estado blinda a los trabajadores, y desprotege a los que realmente dan de comer a otros tantos: a los autónomos, a los que en su día pasaron penas, y tal vez las siguen pasando, por luchar por un sueño, por crear empleo, ese empleo que tanto preocupa al Estado, pero por el que el Estado no hace absolutamente nada.

¡Qué pena y qué vergüenza!

lunes, 20 de octubre de 2008

Solitaria soñadora

Dormía arrugada, en una esquina del sofá. Soñaba sin compartir sus sueños, sólo emitía algún que otro ruidito de placer. ¿En qué estaría soñando? No podía vivir ya más sin saber qué ocupaba la mente de ese ser que ahora yacía inerte en su sofá.

¿Soñaría con las moscas que había cazado aquel día? ¿Soñaría con un buen bol de comida? ¿Soñaría con trepar por la ropa de los armarios de su nueva casa? o tal vez ¿soñaría con ocupar la cama entera para ella sola?

J. se preguntaba qué haría esa pequeña bola de pelo blanco y grisáceo durante sus ausencias. En realidad, no le importaba en absoluto, sabía que Wii era feliz, por fin.

Ahora le preocupaba, aunque le encantaba, la dependencia que tenía de ella, pues la gata la perseguía a todos los rincones de su pequeña casa, convirtiéndose en su sombra, hasta el punto de que si J. se levantaba del sofá para ir a asearse, ese diminuto ser, con su diminuto cerebro de garbanzo, se despertaba, emitía un sonido de extraña felicidad mientras hacía sus estiramientos rutinarios, y se encaminaba hacia el lugar donde su mami se encontraba.

¿Estaría soñando acaso en eso? Ahora lo comprobaría.

viernes, 17 de octubre de 2008

Pies rotos

Volvía a casa tras haberse comido casi un pfannkuche, o como se llamara, ella solita. Había sido una velada bonita aunque dolorosa; no llevaba los zapatos adecuados.

Habían estado bebiendo un Sangre de Toro, y luego una crema de ron miel elaborada en Canarias, uno de esos tantos productos que, cuando uno se atreve a ir al supermercado, encuentra etiquetado con una simpática nota: SOY CANARIO.













A eso de la una de la madrugada, una hora más en la península (suena raro decirlo a la inversa), se habían puesto a deambular por las solitarias calles de Santa Cruz, en dirección a La Puerta Verde. Ahí tocaba un grupo por el que E. se derretía. Habían tardado unos 25 minutos en llegar a destino, y los pies de J. no podían ya aguantar más. Llevaba puestos unos zapatos que V. le había regalado hacía unos días. No se había molestado en mirar qué número eran, pero por el dolor que le habían causado, probablemente eran un 38 y no un 39, el número que ella usaba.

Abandonó al grupo a los 20 minutos escasos de haber llegado al local, se sentía absurda, con esos zapatos opriméndole los pies. Había tomado un taxi, total, no estaba tan lejos de casa, y se hizo dejar en la puerta. En Santa Cruz, un taxi sí te sale rentable, no como en Barcelona, que el mismo trayecto le hubiera costado el triple.

Llegó, abrió el correo para poder leer la respuesta de M., a pesar de que M. pensaba que J. le tenía olvidado, y luego leyó noche de colillas solitarias. Estaba decidida a felicitar a su lector por haber encontrado la respuesta a la pregunta sobre la fanta, aunque luego se retractó, y decidió crear una entrada nueva, de la que sí le iba a informar, puesto que veía que a M. le había dolido no haber sido notificado de la actualización.

Las cosas cambiaban, sí. J. 1: M. 0, decía. Ella no lo veía así, pero ¿qué le podía hacer? Ponerse en la piel de los demás es difícil, y cuando uno no sabe ni siquiera en qué día vive, porque está sufriendo muchos cambios, porque todo le queda un poco grande, porque necesita digerir tantas cosas...

J. se había colapsado aquella mañana. Había salido de la península persiguiendo un sueño, sueño viejo ya, pues hacía tres años que lo deseaba. J. había abandonado todo lo que tenía y se iba a empezar una nueva vida, llena de cambios, llena de presiones. Ya no sólo tenía la presión de los estudios, sino la preocupación por el trabajo, en esta época en la que la crisis mundial acapara páginas y más páginas de la prensa mundial, y los malentendidos con uno de sus lectores.

¿Tan difícil era de entender que, bajo grandes dosis de presión, las personas mutan su comportamiento? ¿Tan reprochable era? ¿Tan malvada tenía que sentirse? J. no estaba viendo sus objetivos cumplidos, en las primeras semanas del máster se exige mucho a los estudiantes, que se vayan perfeccionando, y reciben críticas muy duras. Hay que añadirle a todo esto, que J. se sentía en desventaja. ¿Qué culpa tenía ella de haber optado, hacía cinco años, por estudiar una lengua minoritaria? ¿Acaso no tenía derecho a formarse en esa lengua? ¿No era normal que la situación pudiera un poco con ella?

J., damas y caballeros, no tiene televisor. Mata sus horas como puede, y empieza a cogerle aversión a la pantalla del ordenador. Todo pasa por esa pantalla: la prensa internacional que debe leer todos los días, los trabajos que M. le manda, y que ella le agradece de todo corazón, aunque probablemente M. no lo esté percibiendo de esta manera, la TV por Internet, los trabajos de documentación sobre las semanas temáticas del máster...

J. tiene una casa pequeña, pero no le da tiempo a darse cuenta de que es más grande de lo que piensa, puesto que muchas de las horas en las que está en casa, está delante de la pantalla del ordenador, en el único sitio de la casa en el que lo puede poner: en la mesa de la cocina-comedor. J.ni siquiera lo aparta de la mesa para comer, se hace un hueco y luego reemprende sus labores.

J. tiene 23 años, y ha vivido siempre una vida más adulta de lo que le tocaba vivir. J. tiene ganas de salir de su casa, de conocer gente, de relacionarse, de divertirse. J. no sobrevivirá a tanta presión si no goza un poco de su vida. Y a J. le parece que se le están reprochando esas ganas de vivir, esas ansias por vivir.

J. ya no quiere seguir escribiendo hoy. Esta mañana, las lágrimas, ese gran desconocido suyo, han descendido por sus mejillas. Se lo advirtieron: tarde o temprano te colapsarás, y fue más temprano que tarde. ¿Debía estar contenta? Según la psicóloga de la facultad, profesora del máster a su vez, sí. Debía estar contenta porque le habia sucedido al inicio, y no al final, cuando ya no hay nada que se le pueda hacer para cambiar la situación, o más bien, el resultado.

J. se iba a dormir, pero antes avisaría a M. de esta actualización, esperando que mañana, cuando lea esta entrada, entienda un poco mejor qué está sucediendo en la cabeza de J.

sábado, 11 de octubre de 2008

Ocho colillas en su cutrecenicero comprado hacía apenas unos días en el Bazar Gloria, justo al ladito de su casa, como todo en Santa Cruz.

Ocho colillas amontonadas en ese maldito cenicero desde las nueve de la noche (hora canaria).

Ocho colillas que le recordaban las ocho nuevas fotos que tenía que colgar en sus marcos nuevos, para rellenar el vacío de las paredes de su preciosa nueva casa.

Ocho colillas que simbolizaban ocho horas de sueño debido, aunque incumplido.

Ocho colillas que...

Ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno...

Cuenta atrás:

1. octavo cigarrillo: fumado mientras visitaba los blogs de varios amigos, algunos con novedades, otros sin nada nuevo, otros...

2. séptimo cigarrillo: pausa para reflexionar. Trabajar el sábado por la noche no es un ideal de vida.

3. sexto cigarrillo: post-cena. Hoy papas arrugadas con mojo de cilantro made in Duggi 16, 2B.

4. quinto cigarrillo: cigarrillo pleno estrés ¡No me salen las papas arrugadas!

5. cuarto cigarrillo: uff, ¡qué faenón me espera!

6. tercer cigarrillo: post llamada telefónica desde la península.

7. segundo cigarrillo: durante la llamada telefónica peninsular.

8. primer cigarrillo: bueno, un cigarrito y ¡me pongo a cocinar!

Y así, sin comerlo ni beberlo, se acordó de que en la península tienen una hora más, pero... los de Canarias...

Tendremos una hora menos, ¡pero tenemos una fanta más!

A los curiosos os dejo con la duda de cuál será esa fanta de más...

¡Ciao!

lunes, 25 de agosto de 2008

Las sábanas de Elsa

Se levantó cabreada. Había dormido mal por su culpa, por culpa de aquél desconocido al que le había dado carta blanca para que se acostara con ella. Ni se acordaba de la cantidad de copas que había ingerido antes de que semejante escena tuviera lugar.


No había estado tan pésimo; aunque del mismo modo que le ocurría con Elías, le había ocurrido con Javier: ni rastro de orgasmo.


Elsa se levantó cabreada pensando en ese orgasmo inalcanzado; una vez más. Despertó a su compañero de lecho, le echó su ropa encima y lo invitó a abandonar la casa, no podía con su presencia, la irritaba. Javier abrió sus ojos de besugo e, incrédulo, fue vistiéndose paulatinamente, mientras Elsa se enzarzaba sola en una discusión que más que un diálogo era un monólogo: repetía a gritos todos sus pensamientos negativos, y se encabronaba sola.


Elsa había perdido la noción del tiempo. Lo único que quería era que Javier se vistiera, ni siquiera lo iba a dejar ducharse, y se fuera; se fuera lo más rápido posible de los espacios reservados a su intimidad. Quería estar sola para poder disfrutar de una buena ducha de agua fría y lavarse la piel, eliminar rastros de aquella infidelidad perpetrada en el lecho que compartía con Elías.


Se duchó, y casi se arranca la piel intentando eliminar el olor a hombre, no a Elías, que Javier le había dejado en la piel. Salió de la ducha sin secarse, dejando rastros de agua allá donde pasaba. Se dirigió a la cocina, a por su dosis matutina de café Lavazza, aquél que tanto le gustaba a Elías, y, al darse cuenta de que le echaba de menos, rompió la taza con toda la furia contenida de la infidelidad que Elías había cometido contra ella y que, inocentemente, Elías pensaba que Elsa desconocía. Había sido hacía apenas unos días, Elsa se encontraba de viaje de negocios en Toledo y Elías había optado por acostarse con aquella muchachita que trabajaba en su oficina. Elsa lo sabía porque el muy desgraciado no había eliminado algunos de los indicadores del delito: un condón en la basura del baño -basura que Elsa había vaciado antes de irse a Toledo- y unos cuantos pelos femeninos, sospechosamente rubios, pegados en el lado de la cama de Elsa. Hubiera pasado inadvertido de no ser porque Elsa era pelirroja y de pelo corto.


Mientras ese mal trago le azotaba la paz interior, Elsa, empapada por el agua de la ducha que hacía unos minutos había tomado, se encaminó hacia el dormitorio conyugal y, en verlo todo rebolcado, arrancó con furia las sábanas y las echó a lavar, con lejía, y con todos los productos que encontró a su paso. Nada le parecía lo suficientemente potente como para eliminar la culpabilidad de la que esas sábanas se habían quedado impregnadas.


Fue entonces cuando, al recolocar las sábanas, aquellas que la madre de Elías les había regalado, como regalo de bodas, cayó en la cuenta de que odiaba a los fabricantes de sábanas. Eran seres detestables. Elsa había aprendido, hacía unos años, cuando compartía piso con aquel chico de Tarragona, que hay dos tipos de personas: las personas normales y comunes, y los seres detestables. Y en aquel preciso momento había decidido que los fabricantes de sábanas tenían que engrosar la lista de los seres detestables; porque realmente lo eran. La ennervaba que las sábanas tuvieran sólo dibujo por una superficie y no por ambas. En las épocas de más frío, cuando las camas están recubiertas por capas infinitas de mantas en un intento por conservar el calor corporal, no tenía importancia, puesto que todo quedaba dispuesto como si se tratara de un sobre cuidadosamente elaborado, destinado a teñir los sueños de los que se meten en él del color del que fueran ellas. Pero en verano, y desgraciadamente nos encontrábamos en verano, las mantas se volatilizaban, nadie las soportaba porque se pegaban a la piel de mala manera, y quedaban sólo las sábanas. Si las ponía como en las épocas de más frío, el cabezal quedaba precioso, pero el resto de la cama adquiría un color desteñido, dejando entrever el dibujo que, tímido, se escondía en el interior de la cama. Si, por el contrario, decidía que las ponía al "revés", entonces el cabezal quedaba horroroso, rompía la estética que Elsa tanto buscaba.


Tras cambiar una docena de veces las sábanas, que si con el dibujo hacia dentro, que si con el dibujo hacia fuera, Elsa decidió que no le importaba un comino cómo estuvieran colocadas, las arrancó nuevamente, se tumbó en la cama -tan vacía desde que Elías se había mudado a Madrid, temporalmente, como le había indicado en su última pelea-, se retorció como si de un gusano se tratara y se echó a llorar, hasta que se le secaron las lágrimas y los ojos se le enrojecieron tanto que era incapaz de ver los pequeños rayos de sol que, a primera hora de la mañana, tanta calidez le conferían a su dormitorio ¿matrimonial?

lunes, 4 de agosto de 2008

GRITO

Todos controlaban su verdad, menos ella, y por eso, decidió que tenía que gritar: ¡mierdaaaaaaa!

AGUA ESTANCADA

Sudaba, como hacía tiempo que no sudaba. Se había pillado la mayor borrachera de los últimos tiempos el jueves por la noche, y todavía sentía los efectos del alcohol en su sangre; sobre todo, en su cabeza. Parecía que pequeños enanitos armados hasta los dientes con cuchillos hubieran decidido instalarse en sus sienes, acuchillándola a cada momento, haciendo presión para arrancarle las sienes.

Tum-tum, tum-tum, tumtum-tum..., era el único sonido que podía escuchar, el corazón se había desplazado de lugar. Ese órgano vital estaba en huelga, y se había ido a visitar a los enanitos acuchilladores que la torturaban.

La semana no empezaba siendo una de las mejores, pero esa era la tendencia en su vida desde hacía unos nueve meses aproximadamente; momento en el que decidió que había llegado la hora de entrar en el mundo de los adultos, y momento desde el que el alcohol y los porros se habían convertido en sus mejores aliados. Cada noche, antes de acostarse y revisar la baja productividad de sus jornadas, S. se tomaba un buen trago de Bourbon, y se liaba un “pitillo amoroso”, como los llamaba ella, para aliviar el mal estar que aquella decisión había traído consigo.

Sabía que no era la solución, pero se repetía continuamente que algún día aquella situación cambiaría; ella también tendría su merecido golpe de suerte. Pero hasta que esa suerte decidiera cruzarse en su camino, no dejaría ni el alcohol, ni mucho menos, los pitillos amorosos.

De la noche a la mañana, por motivos que ahora no vienen a cuento, S. perdió toda posibilidad de ver realizados sus sueños, y empujada por el alcohol, las drogas y una baja actividad sexual, decidió terminar sus días dentro de la estancadq agua de la piscina municipal. Bebió sin tregua toda una botella de su apreciado Bourbon, fumó una media de 4 porros –para atontar las neuronas y no hacerse atrás en su decisión, e ingirió una cantidad inhumana de barbitúricos.

Supongo que se lanzó al agua esperando que ocurriera un milagro, que alguien se diera cuenta de su miseria y la rescatara. Pero no fue así, y nadie la pudo llorar en su entierro, porque nadie sabía ya de su existencia.

martes, 29 de julio de 2008

El clús de los idiotas

¡Cómo detestaba a esa prole de idiotas que merodeaban por las playas del país con las gafas en la nuca! Había intentado analizar el por qué de semejante comportamiento, pero era incapaz de darle una explicación lógica a todo eso.

Tras años de minucioso análisis de las características humanas de dichos seres, Q. había llegado a la conclusión de que sólo podía tratarse de seres con un grandísimo ego, tan grande que, sin darse cuenta, los ojos del otro se les habían desplazado hasta la nuca, lugar insólito para llevar, de adorno, un par de gafas de sol marca Gucci, y muestra fehaciente del amor profesado por su otro yo. ¡Ojalá se les quedaran pegadas para la eternidad!

¡Idiotas!

domingo, 27 de julio de 2008

In memoriam

Todo lo que la rodeaba desaparecería en cuestión de días. No sabía con certeza todavía cuántos días quedaban para que todo cayera en el olvido.


Al entrar en su reino, sintió una tranquilidad absoluta, y no sintió miedo, al contrario, sintió fantasia. Lo que la rodeaba no era gran cosa, pero había sido su espacio durante casi 4 años, y lo adoraba. Tal vez había momentos, guardados ya en el cajón trasero de la memoria, que no habían sido tan placenteros, ni dignos de recordar. Pero esas cuatro paredes la habían acompañado taciturnamente durante sus hazañas; la habían visto crecer.


J. tenía sólo 19 años cuando lo vio por vez primera, y ahora ya contaba con 23. Un año, en la vida de alguien que puede llegar a vivir ochenta y tantos, no es nada. J. recordaba con lucidez aquellas conversaciones al rededor de una buena cena, en las que T. le contaba sobre la evolución de la especie. ¿Por qué sentía curiosidad por esas conversaciones? Al fin y al cabo, T. hablaba largo y tendido, de cosas que J. no se había planteado jamás. Tal vez echaría en falta esas cenas, tal vez no. J. se despedía de todo, inclusive de T.


J. cerraba un episodio de cinco años de su vida y, como muestra de ese cambio, la larga melena que J. había dejado crecer pacientemente, se caía al suelo un sábado por la mañana, amontonándose, como se amontonaban sus recuerdos de esos últimos cinco años. J. estaba convencida de que le esperaba una vida mejor, llena de alegrías. Se había mudado alguna que otra vez, pero nunca la sensación de liberación había sido tanta. J. había trascurrido cierto período de tiempo en la península itálica, pero tampoco aquella vez, al marchar, sintió que nada fuera a cambiar; simplemente era un puente. Pero ahora..., ahora era algo más que eso: J. pasaba página, recogía todas sus cosas, abandonaba todo y se iba a otro lugar, lejos de los recuerdos, lejos de los viejos tiempos.


Tal vez, seguro, echaría de menos a ese niño pelirrojo con el que suele frecuentar. ¡Ellos sí que se han visto crecer! ¡y cambiar! J. tenía la sensación de que R. la había moldeado, pero en realidad, se habían moldeado mútuamente, hasta el punto de confundirse, de complementarse, de acompañarse incluso cuando la distancia entre ambos era infinita. Lágrimas desde el otro lado del océano era una frase que no olvidaría jamás. Por ella salió corriendo bajo la lluvia con un único destino: la compra de una tarjeta internacional que le permitiera ponerse en contacto con su amigo R., y no lo consiguió; almenos hasta una hora más tarde y tras haber perdido su paraguas azul, tan necesario en esa ciudad provinciana de la Emilia Romaña donde J. moraba.


J. había llegado a casa, y al querer disfrutar de su noche a solas consigo misma, había puesto su cedé de chill out más preciado, había encendido unas velas que configuraban un triángulo bien dispuesto, y había abierto una botella de Rioja. Degustaba su ensalada, en la que había puesto queso brie -aquél queso que, desde la marcha de P. no visitaba mucho la nevera de aquella casa-, y sintió la necesidad imperante de escribir este relato, que dedico a algunas de las personas importantes que me han acompañado en mi periplo.

Os echaré de menos.


J.

viernes, 18 de julio de 2008

EL CÍRCULO SILENCIOSO DE LA TRADUCCIÓN

Empecé mi actividad profesional un año antes de licenciarme. Para aquél entonces no me auguraba un futuro a corto plazo excelente, porque sabía que todavía no disponía de las armas necesarias para defenderme del gran león que me esperaba ahí afuera.

Valoré tres mil formas distintas de darme a conocer en este pequeño mundo de la traducción, tan inaccesible a cualquier traductor novel que ya de entrada no cumple con los requisitos que los grandes establecen. ¿Cómo puede un traductor recién licenciado acceder a cualquier tipo de trabajo para el que se necesita un mínimo de tres años de experiencia más cinco áreas distintas de especialidad si ni tan siquiera alguno de los grandes se digna a abrirle las puertas? Desde aquí invito a los que ahora están montados en el dólar de la traducción a que hagan un pequeño ejercicio de reflexión y recuerden sus humildes inicios en esta profesión.

A fecha de hoy los únicos clientes que han confiado en mi profesionalidad aun a sabiendas de que no estaba tan siquiera licenciada son clientes directos. No puedo listar entre mi cartera de clientes a ninguna agencia de traducción. ¿Alguien puede aclararme por qué siento que los años que he invertido en mi formación no me han servido para nada? ¿Es que nadie quiere abrir los ojos ante la realidad y darse cuenta de que si nadie nos da trabajo porque no tenemos experiencia, nunca la vamos a tener?

En una suerte de revelación divina creí ver mi salvación en la afiliación a una de las asociaciones de traductores e intérpretes existentes en nuestro país. Si bien es cierto que en un principio deposité gran parte de mis esperanzas en dicha asociación, ahora también es cierto que no las he visto colmadas. El silencio y el oscurantismo nos persiguen allá donde vayamos. Incluso cuando nos asociamos y asistimos juntos a congresos y cursos de formación no hay el menor interés en establecer una red de contactos para una profesión tan solitaria como es la nuestra.
La aplicación de las tarifas, ese gran secreto que todo traductor que se precie guardará con gran recelo... ¡Yo hubiera pagado para que alguien me asesorara y no me permitiera rebajar tanto mis precios! ¿Por qué entre nosotros ese silencio? ¿No tenemos ya suficiente silencio encapsulado entre las cuatro paredes en las que trabajamos? ¿Por qué nos quejamos tanto del mal estado en el que se encuentra nuestra profesión y de lo mal que nos trata el mundo si luego nos tratamos peor entre nosotros?

domingo, 6 de julio de 2008

Vida paralela

- No puedes hacerme esto ahora. Por favor...
- Lo siento pequeña, no he podido evitarlo.
- No tengo palabras para definir lo que me estás haciendo, eres un cobarde. Cobarde por esconder la cabeza bajo el ala en este preciso momento. ¡Te exijo una explicación! - gritó ella mientras sentía como la sangre le iba hirviendo.
- ¡Maldita sea! No la tengo. Supongo que todo se terminó, no hay marcha atrás, ya no ahora. He estado esperando que de tus labios saliera un te necesito, te quiero. Pero no ha sido así. Me siento decepcionado por tu conducta, aunque sabes que sigo queriéndote, no puedo seguir a tu lado.
- Excusas de mal pagador. Aunque no quiero seguir torturándome con tu mierda. Tuya es y yo ya no la quiero en mi vida. Demasiadas veces te he escuchado, y ¿Para qué? ¡Absolutamente para nada! ¿Qué mierda de final es este para nuestra historia? ¿Pasamos página y cerramos este capítulo? ¿Sin más? - Elena sentía que todo el amor que le había dado no le había servido para nada, y a pesar de que Polo estaba ya fuera de su campo de visión, ella seguía gritando y lanzando preguntas a las que, con toda probabilidad, Polo no daría respuesta.
Se sentó por última vez en el sofá de Polo, y acarició al gato. Se encendió un cigarrillo mientras de fondo se escuchaba el agua de la ducha rebotar contra los cristales. Polo se estaba lavando la conciencia, de esto podía estar bien segura. Hubiera esperado a que Polo saliera de la ducha, pero de repente creyó conveniente dejarle sólo una nota, de recuerdo:
Polo:
Eres un mierda. Disfruta de tu puta vida paralela con alguien que esté dispuesto a soportarla. Yo ya no puedo más, me has agotado la paciencia.
Elena.
Dejó la nota en la entrada, al lado de la de la señora de la limpieza, y depositó en ella 10 euros. Casi cruzaba el umbral de la puerta cuando dio marcha atrás, y con el bolígrafo que Polo tenía descuidado en la mesita de la entrada, añadió a su nota:
PD: Quédatelos, es lo que una mujer cualquiera estaría dispuesta a pagarte, como mucho, por tu compañía.
Y salió sonriente, cerrando la puerta tras de sí, con el brillo en los ojos de quien empieza una nueva vida, lejos de Polo, y de toda situación similar a la que ese miserable le hizo vivir a tan temprana edad.

sábado, 21 de junio de 2008

El cuchacaferillero

La solución a sus problemas pasaba por aniquilar a ese ente que se hallaba sentado a su lado, dando vueltas y más vueltas con la cucharilla al café. Nada ennervaba más a M. que los cuchacaferilleros; eran seres detestables.
Dudó unos instantes, para después levantarse, dirigirse a la cocina, agarrar un cuchillo de carnicero y regresar al comedor. Allí le esperaba el otro. Se avalanzó sobre su compañero y le hendió el cuchillo de abajo a arriba, sin saña, para culminar luego su homicidio bañando a su víctima con el causante de semejante carnicería.

Delirio


Nada recordaba cuando se levantó en aquella extraña casa. A medida que avanzaba sola por los pasillos de aquella prisión, pequeños destellos le venían a la mente. No había ni rastro de lo sucedido la noche anterior. La cabeza le dolía de mil demonios, la boca le sabía a cenicero y el estómago le ardía como pocas veces en su vida le había quemado. Aquella habitación que no paraba de recorrer con su mirada en busca de una explicación lógica y humana olía a sexo putrefacto. Sin embargo, no había nadie tumbado en la cama, y tampoco había rastro de presencia humana en las sábanas. No atinaba a pensar claro, una nube espesa de niebla le recubría los pensamientos, los recuerdos.

Estaba desconcertada. Caminó y caminó incesante por aquella casa, pero de nada le sirvió: ni rastro humano. ¿Estaría soñando?

De repente, estridentemente y desgarrándole el corazón, el teléfono sonó. No se atrevió a contestar, y dejó que saltara el contestador automático. "Has llamado a casa de Fernando Álvarez, en estos momentos no puedo atenderte, deja tu mensaje y te llamaré a la mayor brevedad posible. Gracias".
¿Quién era ese tal Fernando? ¿Cómo se habían conocido? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no se acordaba de él? Siguió inspeccionando hasta el más ínfimo rincón de aquella casa, inspeccionó todos los armarios del cuarto de baño, uno por uno. Nada. Entre aquel desorden sólo se encontraban productos masculinos de todo tipo. Ni rastro de una crema femenina, ni absorbentes higiénicos. Nada.

Se dirigió a la cocina en busca de algo con que saciar aquella horrible sed de resaca. En la puerta de la nevera colgaba una factura impagada, a nombre de Fernando Álvarez, y una nota en letra rebuscada donde ponía “acuérdate de llamar a Don Ignacio". ¿Quién era Don Ignacio? ¿Por qué quería llamarle? ¿Qué relación tenía con aquella casa, con aquella factura? Sació su sed con un vaso de zumo de melocotón medio agrio que encontró dentro de aquella solitaria nevera gris.
Permaneció un rato en la cocina mientras inhalaba el humo de un Winston blue sentada frente a la nevera, mirando incesantemente aquella factura impagada que colgaba de la puerta del frigorífico.
Había perdido la noción del tiempo. ¿Habían pasado diez minutos? ¿O tal vez una hora? A ella le daba igual, pues era tal su desconcierto.
Se dirigió entonces hasta el maloliente dormitorio en el que había amanecido y rebuscó en todos los cajones. Encontró por casualidad el documento de identidad de Fernando Álvarez. Lo revisó montones de veces, pero era incapaz de encontrar ningún dato que le fuera de utilidad. Tras varios minutos, y llegada la calma tras los nervios de encontrar una explicación a su presencia en aquella casa, dio con la respuesta: Fernando había nacido el mismo día que ella, en la misma ciudad.
Empezó a caminar hacia la cocina, patidifusa, y allí se quitó la vida, sin más.

viernes, 20 de junio de 2008

Buco


L. vivía en un piso compartido y a veces sentía que no encajaba en ninguno de los dos bandos que se habían creado dentro de las paredes de aquella casa. Físicamente el apartamento estaba divido en dos zonas distintas, y tal vez aquella manera de compartir los espacios tan separatista había propiciado esa situación de desequilibrio.
Hacía tiempo que L. no experimentaba esa sensación de decepción en los demás, y le dolía que uno de los habitantes de la zona B le recriminara su forma de ser. L. era feliz siendo como era, y le causaba dolor ver cómo algo tan natural para ella, se tornaba en una suerte de hipocresía para los demás.
Las palabras temidas por L. iban tomando cuerpo y forma a medida que S. se posicionaba en el sofá para iniciar una conversación que se presagiaba tensa.

─ Jamás entenderé cómo puedes ser así.
─ He intentado explicarlo mil veces, pero sabes bien que soy incapaz de hacerlo.

L. sentía que ante los ojos de S. a veces era Dr. Jekyll y otras Mr. Hide, y le apenaba aquella extraña sensación de desconcierto en los demás. ¿Qué había de malo en su comportamiento? ¿Realmente era reprochable? L. se quería fundir, que se le abriera el suelo bajo los pies, la tragara y jamás nunca nadie supiera de su existencia. Y tal vez algún día así sucedería...

jueves, 19 de junio de 2008

Evita

Desde que me fui Evita ha estado conmigo. Nos conocimos por casualidad, al dar la vuelta en aquella esquina. Llovía. Hacía un frío de mil demonios y lo único que me apetecía antes de toparme con aquella muchacha de veintiséis años era tomarme un buen café con Baileys. Tenía el frío calado entre los huesos, y aquella sensación de necesidad hizo que arremetiera con más fuerza a la intrusa que había decidido cruzarse en mi camino. Un hilo de voz salió de sus dulces labios en señal de queja. Evita también estaba empapada. No nos dijimos nada y cada una siguió su camino.

Entré en el primer bar que encontré para tomarme ese café con mi bebida alcohólica preferida. Era un local grande decorado con mesas de madera de aquellas típicas de La Mancha, con los molinillos de viento colgando del techo, acompañados por lámparas negras colgantes. En la barra dos simpáticos camareros de unos cincuenta años, vestidos de blanco y negro con chaleco y pajarita, me sonreían. Estaban secando los humeantes vasos cuidadosamente con un paño blanco a cuadros rojos. Se miraban y sonreían con el olor a tapa recién hecha en un bar de provincias. Llevaba años viviendo en aquella ciudad y pasando a diario por delante de El Quijote, pero jamás había reparado en su belleza, en la tranquilidad que aquel oasis le daba a uno. Por primera vez en mucho tiempo no pedí, como solía hacer religiosamente cada vez que entraba en un local de copas, mi carajillo de Baileys. Me senté en la última mesa del rincón de la derecha, al lado de los servicios, y me tomé un hirviente café con leche. Saqué del bolsillo interno de mi bolsa el último libro que me estaba leyendo. Lo había comprado hacía 8 años, la última vez que estuve en Irlanda paseando por Grafton Street mientras aquel niñito de ojos azules y pelo rubio cantaba las canciones de su patria. Un par de años antes una amiga me había hecho llegar un libro de la misma escritora. No la conocía, Patricia Scanlan. Me regaló Francesca's Party. Me pareció una buena manera de hacer girar la tortilla. Con este pensamiento me dirigí sin más dilaciones hasta Easton a por mi nueva adquisición: Finishing Touches. No sé cuantas horas pasaron mientras iba leyendo las páginas de mi libro de cubiertas lilas. Estaban casi cerrando cuando la campanilla de la entrada, con el abrirse de la puerta, me sacó de la regresión mental en la que me encontraba. Sin pensarlo alcé la vista hacia la puerta, tal vez esperaba que cruzara un apuesto Richard Gere provinciano, de pelo grisáceo y madurito, pero no fue así. Por aquella puerta entró la incordia que a penas unas horas antes había chocado conmigo en la esquina, haciendo desvanecer mi momentánea ensoñación sexual. La muchacha seguía empapada. Miró a su alrededor, me miró, se giró y salió por la puerta tal cual había entrado.

Me levanté corriendo, saqué unas monedas y le grite al camarero más bajito que se quedara con la propina. En un arrebato salí corriendo tras la empapada muchacha. La cogí por el brazo y le grité que me dijera su nombre. Lloraba y lloraba y no me miraba. Imaginé cosas que no existen, pero esa muchacha sin lugar a dudas existía. Llevaba puesto un vestido de novia, pero era rojo y estaba lleno de polillas. La llevé a mi casa, para que se cambiara, y ya nunca se fue. Al principio me irritaba su presencia, quería echarla de casa pero me resultaba imposible, me perseguía allá donde estuviera, incluso se metía conmigo en el baño cuando me peinaba, cuando me duchaba. A veces intentábamos hablar de nuestras respectivas cosas, pero casi nunca encontrábamos el momento para sentarnos a charlar, a pesar de que no me dejaba ni en mis sueños. Por las noches intentaba siempre enumerar todas las cosas que Evita había hecho aquel día, cosas que hubieran hecho que mi vida fuera diferente de no ser por su presencia en mi casa. No puedo asegurar que mi vida fuera más feliz sin Evita, ni que las cosas me hubieran ido distinto si no la hubiera conocido. Evita había llegado a mi vida justo cuando yo me cambiaba de ciudad en un intento por salir corriendo de mi tristeza, de mi amargura, de mi desazón. Pero ella fue más inteligente que yo, me persiguió hasta mi nuevo destinto hasta conseguir chocar conmigo en la esquina de un bar, sin poder evitarla, entrando irremediablemente en mi vida, como quien en ella se cruza, se queda y después decide que no se va.