lunes, 20 de octubre de 2008

Solitaria soñadora

Dormía arrugada, en una esquina del sofá. Soñaba sin compartir sus sueños, sólo emitía algún que otro ruidito de placer. ¿En qué estaría soñando? No podía vivir ya más sin saber qué ocupaba la mente de ese ser que ahora yacía inerte en su sofá.

¿Soñaría con las moscas que había cazado aquel día? ¿Soñaría con un buen bol de comida? ¿Soñaría con trepar por la ropa de los armarios de su nueva casa? o tal vez ¿soñaría con ocupar la cama entera para ella sola?

J. se preguntaba qué haría esa pequeña bola de pelo blanco y grisáceo durante sus ausencias. En realidad, no le importaba en absoluto, sabía que Wii era feliz, por fin.

Ahora le preocupaba, aunque le encantaba, la dependencia que tenía de ella, pues la gata la perseguía a todos los rincones de su pequeña casa, convirtiéndose en su sombra, hasta el punto de que si J. se levantaba del sofá para ir a asearse, ese diminuto ser, con su diminuto cerebro de garbanzo, se despertaba, emitía un sonido de extraña felicidad mientras hacía sus estiramientos rutinarios, y se encaminaba hacia el lugar donde su mami se encontraba.

¿Estaría soñando acaso en eso? Ahora lo comprobaría.

viernes, 17 de octubre de 2008

Pies rotos

Volvía a casa tras haberse comido casi un pfannkuche, o como se llamara, ella solita. Había sido una velada bonita aunque dolorosa; no llevaba los zapatos adecuados.

Habían estado bebiendo un Sangre de Toro, y luego una crema de ron miel elaborada en Canarias, uno de esos tantos productos que, cuando uno se atreve a ir al supermercado, encuentra etiquetado con una simpática nota: SOY CANARIO.













A eso de la una de la madrugada, una hora más en la península (suena raro decirlo a la inversa), se habían puesto a deambular por las solitarias calles de Santa Cruz, en dirección a La Puerta Verde. Ahí tocaba un grupo por el que E. se derretía. Habían tardado unos 25 minutos en llegar a destino, y los pies de J. no podían ya aguantar más. Llevaba puestos unos zapatos que V. le había regalado hacía unos días. No se había molestado en mirar qué número eran, pero por el dolor que le habían causado, probablemente eran un 38 y no un 39, el número que ella usaba.

Abandonó al grupo a los 20 minutos escasos de haber llegado al local, se sentía absurda, con esos zapatos opriméndole los pies. Había tomado un taxi, total, no estaba tan lejos de casa, y se hizo dejar en la puerta. En Santa Cruz, un taxi sí te sale rentable, no como en Barcelona, que el mismo trayecto le hubiera costado el triple.

Llegó, abrió el correo para poder leer la respuesta de M., a pesar de que M. pensaba que J. le tenía olvidado, y luego leyó noche de colillas solitarias. Estaba decidida a felicitar a su lector por haber encontrado la respuesta a la pregunta sobre la fanta, aunque luego se retractó, y decidió crear una entrada nueva, de la que sí le iba a informar, puesto que veía que a M. le había dolido no haber sido notificado de la actualización.

Las cosas cambiaban, sí. J. 1: M. 0, decía. Ella no lo veía así, pero ¿qué le podía hacer? Ponerse en la piel de los demás es difícil, y cuando uno no sabe ni siquiera en qué día vive, porque está sufriendo muchos cambios, porque todo le queda un poco grande, porque necesita digerir tantas cosas...

J. se había colapsado aquella mañana. Había salido de la península persiguiendo un sueño, sueño viejo ya, pues hacía tres años que lo deseaba. J. había abandonado todo lo que tenía y se iba a empezar una nueva vida, llena de cambios, llena de presiones. Ya no sólo tenía la presión de los estudios, sino la preocupación por el trabajo, en esta época en la que la crisis mundial acapara páginas y más páginas de la prensa mundial, y los malentendidos con uno de sus lectores.

¿Tan difícil era de entender que, bajo grandes dosis de presión, las personas mutan su comportamiento? ¿Tan reprochable era? ¿Tan malvada tenía que sentirse? J. no estaba viendo sus objetivos cumplidos, en las primeras semanas del máster se exige mucho a los estudiantes, que se vayan perfeccionando, y reciben críticas muy duras. Hay que añadirle a todo esto, que J. se sentía en desventaja. ¿Qué culpa tenía ella de haber optado, hacía cinco años, por estudiar una lengua minoritaria? ¿Acaso no tenía derecho a formarse en esa lengua? ¿No era normal que la situación pudiera un poco con ella?

J., damas y caballeros, no tiene televisor. Mata sus horas como puede, y empieza a cogerle aversión a la pantalla del ordenador. Todo pasa por esa pantalla: la prensa internacional que debe leer todos los días, los trabajos que M. le manda, y que ella le agradece de todo corazón, aunque probablemente M. no lo esté percibiendo de esta manera, la TV por Internet, los trabajos de documentación sobre las semanas temáticas del máster...

J. tiene una casa pequeña, pero no le da tiempo a darse cuenta de que es más grande de lo que piensa, puesto que muchas de las horas en las que está en casa, está delante de la pantalla del ordenador, en el único sitio de la casa en el que lo puede poner: en la mesa de la cocina-comedor. J.ni siquiera lo aparta de la mesa para comer, se hace un hueco y luego reemprende sus labores.

J. tiene 23 años, y ha vivido siempre una vida más adulta de lo que le tocaba vivir. J. tiene ganas de salir de su casa, de conocer gente, de relacionarse, de divertirse. J. no sobrevivirá a tanta presión si no goza un poco de su vida. Y a J. le parece que se le están reprochando esas ganas de vivir, esas ansias por vivir.

J. ya no quiere seguir escribiendo hoy. Esta mañana, las lágrimas, ese gran desconocido suyo, han descendido por sus mejillas. Se lo advirtieron: tarde o temprano te colapsarás, y fue más temprano que tarde. ¿Debía estar contenta? Según la psicóloga de la facultad, profesora del máster a su vez, sí. Debía estar contenta porque le habia sucedido al inicio, y no al final, cuando ya no hay nada que se le pueda hacer para cambiar la situación, o más bien, el resultado.

J. se iba a dormir, pero antes avisaría a M. de esta actualización, esperando que mañana, cuando lea esta entrada, entienda un poco mejor qué está sucediendo en la cabeza de J.

sábado, 11 de octubre de 2008

Ocho colillas en su cutrecenicero comprado hacía apenas unos días en el Bazar Gloria, justo al ladito de su casa, como todo en Santa Cruz.

Ocho colillas amontonadas en ese maldito cenicero desde las nueve de la noche (hora canaria).

Ocho colillas que le recordaban las ocho nuevas fotos que tenía que colgar en sus marcos nuevos, para rellenar el vacío de las paredes de su preciosa nueva casa.

Ocho colillas que simbolizaban ocho horas de sueño debido, aunque incumplido.

Ocho colillas que...

Ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno...

Cuenta atrás:

1. octavo cigarrillo: fumado mientras visitaba los blogs de varios amigos, algunos con novedades, otros sin nada nuevo, otros...

2. séptimo cigarrillo: pausa para reflexionar. Trabajar el sábado por la noche no es un ideal de vida.

3. sexto cigarrillo: post-cena. Hoy papas arrugadas con mojo de cilantro made in Duggi 16, 2B.

4. quinto cigarrillo: cigarrillo pleno estrés ¡No me salen las papas arrugadas!

5. cuarto cigarrillo: uff, ¡qué faenón me espera!

6. tercer cigarrillo: post llamada telefónica desde la península.

7. segundo cigarrillo: durante la llamada telefónica peninsular.

8. primer cigarrillo: bueno, un cigarrito y ¡me pongo a cocinar!

Y así, sin comerlo ni beberlo, se acordó de que en la península tienen una hora más, pero... los de Canarias...

Tendremos una hora menos, ¡pero tenemos una fanta más!

A los curiosos os dejo con la duda de cuál será esa fanta de más...

¡Ciao!