miércoles, 21 de octubre de 2009

A duras penas siento los dedos. El frío me los ha congelado. Este valle está repleto de muerte, es gris, húmedo, frío, lúgubre, muerto.
Aquí es imposible ilusionarse, nada es naranja, ni verde, ni amarillo, todo es negro, gris, marrón.
Clac, clac, clac, clac, clac... cada vez se intensifica más este molesto ruido. No ceja de llover. No puedo más. No puedo más.

domingo, 26 de abril de 2009

BORRAR ELPASADO CON ZIP

ZIP es un inhibidor de enzimas capaz de borrar un mal recuerdo de manera aislada. Lo acabo de descubrir mientras leía un reportaje de elPais.es titulado ¿Te gustaría borrar los malos recuerdos?

Sólo dos cosas quiero destacar: que el ritmo al que olvidamos está directamente relacionado con la cantidad aprendida, algo que me ayudaría a entender por qué por más que leo y leo casi no retengo nada; y que repetir una secuencia de memorieta sólo vale el día del examen.

A este último punto tengo una objeción que entrelazaré con otro punto del reportaje: que es más fácil retener un recuerdo cuando éste va acompañado de algún tipo de impulso sensorial. Pues bien, yo estaba en segundo de primaria y mi hermano en 5º. Yo estaba en mi escritorio, en el cuarto, y de fondo se oía la voz de mi madre repetir incansable la lista de las preposiciones para que mi hermano se las aprendiera. No lo consiguió. Sin embargo, consiguió que yo me cansara, saliera del cuarto y le recitara de memoria la lista que mi hermano mayor con tanta dificultad repetía. Si fuera cierto que las cosas que te aprendes de memorieta se te olvidan, ¿por qué a fecha de hoy sigo acordándome de dicha lista? Tal vez será porque lo asocio al oído... ¡un misterio!

jueves, 1 de enero de 2009

Silencio para 2009 y para H.

Hora de inicio de la demencia transitoria: 0:25
Fecha: 2 de enero de 2009
Protagonista: H.

Pluz, pluz, pluz... las gotitas de sangre caían en el suelo, se desparramaban, una tras otra ante la mirada impávida de H. Había decidido hacía escasos 20 minutos que no se levantaría de ahí para absolutamente nada.

Pluz, pluz, pluz... el charco de sangre era cada vez más grande, más vistoso.

Pluz, pluz, pluz... y H. seguía bebiendo de la copa de vino que tenía por único testigo.

Ni siquiera sentía dolor, nada.

Riiiing, riiiing, unos días antes. Ha llamado al 659... ..., en este momento no puedo atenderle, deje su mensaje blablabla. ¡Cómo le odiaba!

Silencio, silencio y más silencio. Toda su vida se había caracterizado por largos y pronunciados silencios.

Pipii, pipii. Un mensaje de texto en su teléfono móvil. Feliz año!!, con un uso abusivo de los signos de exclamación -una tendencia generalizada que no podía hacer más que sacarla de quicio.

¡Feliz año! ¡Eso era todo! ¡Feliz año! ¡Ja! ¡Jajaja! Llegaba tarde, como llegaba tarde su arrepentimiento. Ya no podía dar marcha atrás. Los ojos empezaban a pesarle, se le cerraban poco a poco, y Morfeo empezaba a hacer acto de presencia.

Pluz, pluz, pluz.... ¡crack! H. yacía inerte en el suelo del baño, lugar que habia perfectamente acondicionado para cuando llegara el momento. Las velas de la ducha ardían sin nadie ya a quien alumbrar. Y la sangre se escurría por debajo de la puerta.
Quería observar el beso y a la hermana que se acercaba sola hacia la puerta de casa. Probablemente le sucedía algo parecido, aunque sin una relación tan directa y fraternal.

Había llegado a su nuevo hogar hacía unos 6 meses, cuando todavía era un completo desconocido en el vecindario. Había llegado con su tono arrogante, su maleta de cuero medio llena y sus botas brillantes. Parecía un tipo odioso, y hubiera seguido siendo así de no ser por su insistencia en llamar a la puerta de S. a horas intempestivas de la noche.

R. y S. habian entrado en un juego casi placentero para ambos, aunque no por ello menos doloroso. El uno suplía con la otra la carencia de una tercera, mientras que la otra suplía la carencia de un tercero con la presencia del uno. Se miraban a los ojos y ambos pretendían encontrar en el otro un rasgo, por pequeño que fuera, un centelleo de los ojos, una mirada, una respiración, un olor, un gesto, lo que fuera, que se pareciera a lo que un día tuvieron y desgraciadamente (?) perdieron.

La relación resultaba par excellence, excitante. Las paredes del bloque parecían de papel, y el uno oía las respiraciones inconscientes, en el trascurso de las horas nocturnas, de la otra. La otra escuchaba el leve rumor del televisor prendido durante horas y horas, sin que tan siquiera eso significara la presencia del inquilino en la casa.

S. había llegado al punto de moverse por la casa como si los ojos de R. la estuvieran persiguiendo desde el otro lado de la pared, de ese papel fino que los ponía tan juntos y que a tal separación les subyugaba.

¿Cuánto tiempo hacía que los dedos de un varón no le recorrían la piel jugueteando, reconstruyéndole el mapa de su cuerpo? ¿Cuánto tiempo hacía que no sentía la leve respiración de un hombre acariciarle el cuello? ¿Cuánto tiempo hacía que nadie se despertaba a su lado, en mitad de la noche, y le olía el pelo? ¿Cuánto tiempo hacía que un hombre no la abrazaba con auténtica ternura? ¿Cuánto tiempo hacía que no preparaba un desayuno para dos? ¿Cuánto tiempo hacía que no se despertaba con el vapor matinal de la ducha de agua caliente de su amante? ¿Cuánto tiempo hacía que se había olvidado de su condición de mujer?

R. había entrado en la vida de S. por la puerta trasera, sin pedirle permiso, y había ido ocupando todos los rincones que ella guardaba recelosamente bajo llave. Se había adueñado de sus pensamientos, de sus gestos, de sus costumbres, de sus olores, de sus miradas, de sus sueños, de sus horas, de su ser.

S. languidecía a medida que R. ocupaba su intimidad. Su casa dejó de oler a ella, ya no le llegaba correspondencia, los repartidores de publicidad ya no llamaban a su puerta para que les abriera, las luces ya no se prendían, el agua ya no corría, los electrodomésticos habían dejando de funcionar, su yo era su él, y su él era sólo su él, con lo que S. desaparecía irremediablemente, se sumergía en la oscuridad. Ya nada tenía sentido.

Queria observar el beso, y el beso la observó a ella.

FIN

miércoles, 24 de diciembre de 2008

El regreso

Brrrrrr Brrrrr, rugía la caldera. Tenía las manos congeladas, pero una reconfortante taza de humeante café la acompañada bajo una luz tenue, la suficiente como para poder ver las teclas que inconscientemente aporreaba. Al lado de la taza de café, un cenicero rojo que le habían regalado escasos dos días antes, diseño de alguien famoso cuyo nombre no puede recordar. El cenicero de los solteros, de las grandes mentes, que se suponía que tenía que traerle suerte, en sus largas horas de trabajo (?). Ya que fumamos, fumemos con estilo, decía la tarjeta que lo acompañaba.

Habían pasado meses desde la despedida con vino y chill out. Estaba sola cuando escribió esas letras, y está sola ahora, en su despacho improvisado durante sus vacaciones.
Habían pasado varias cosas desde que se fue, pero el pasado siempre retorna, siempre.

No se había dado cuenta y ya había vuelto a casa, al calor del hogar, donde una chimenea se debatía entre las brasas, porque ella era incapaz de avivar el fuego; necesitaba a ese hombre que en su día describió como cansado y con forma de pera, para que le ayudara con esas tareas tan varoniles (?). Le había visto poco desde su regreso, a ese fondón de sonrisa tímida. Trabaja muchas horas, y esa había sido la tónica desde que ella tiene memoria. Al escribir esto no puede evitar recordar cuando vivían en su pisito, y ella tenía escasos 5 años. Él llegaba siempre a la hora de cenar, y les prestaba poca atención, pero porque estaba cansado, demasiado cansado. Pero gracias al fútbol, una vez en semana su padre la despertaba con los gritos de gooooooooool que seguían a un golazo del Dream Team. Entonces ella aprovechaba la excusa para salir del cuarto al que la habían mandado a dormir. Se dirigía tímida, aunque sonriente, hacia el comedor. Se sentaba al lado de ese señor barbudo, y le lloraba; le lloraba diciendo que no podía dormir, que no tenía sueño, que se quería quedar con él. Entonces él sacaba la caja de galletas, y se las daba. A ella le cambiamba el semblante, y con cara de vivaracha se reclinaba en su regazo, reía y reía y, a pesar de que el partido de fútbol ya había terminado y los ojitos de ese grandullón se iban cerrando, ella no paraba de comer galleta tras galleta, sonriendo, mirando a ese señor de piel oscura del que durante el día no podía gozar.

La situación no había cambiado mucho, clase obrera, hay que salir a trabajar. Llegó hace dos días a su casa y, a pesar de que gordinflón se había levantado temprano y debía volverlo a hacer, la esperó, aunque sólo fuera para darle un caluroso beso de bienvenida. Gracias, y más gracias.

Brrrr, brrrrr, seguía la caldera, y seguían sus manos frías como antes, el café ya no humeaba, y tal vez estaría hasta frío ahora que se decidía a darle un sorbo. El cenicero rojo, olía a rayos, con los cigarrillos apagados dentro de él.

Se había propuesto hacía unos días dejar de fumar, y lo hizo, durante escasas 48 horas. ¿Lo dejaría a su regreso a la isla? Es una incógnita que en un futuro descubrirán.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Polvo por doquier, ni rastro de un dedo pasado para comprobar que efectivamente ahí había polvo. Paredes desconchadas, ni rastro de una mano de pintura desde hacía al menos diez años. Lámparas sin bombillas, los cuadros descolgados en hilera en el suelo, castigados de cara a la pared, para que nadie pudiera adentrarse en la intimidad de quien en su día los colgó.

Un televisor roto, y la radio que emite ruido, ni rastro de una emisora, por poco digna que fuera. Un teléfono tirado en el sofá, al lado de un cenicero lleno de colillas. Olor a tabaco mal apagado.

Ruido de agua corriente. En la cocina el grifo está apagado. Una montaña de platos de la cena. Tal vez de una cena de hacía dos o tres días, el rojo del tomate estaba oscurecido, enganchado en los bordes de un plato rebañado con pan, pues se apreciaban las migas. Dos o tres tazas de café, con azucar pegado en el fondo, y una botella de ron vacía.

Ropa tirada en el suelo: unos calcetines blancos mugrientos, unas braguillas rojas y un sostén negro de encajes; unos pantalones de pijama, una camiseta vieja, y una goma roja para el pelo.

Olor a velas quemadas, rastros de vapor en la antesala del baño. Un bote de pastillas medio vacío tirado en el suelo.

Miauuuu, miauuu, un gato que llora dentro del baño. Está encerrado.

Rastros de sangre diluida en agua asoman por debajo de esa puerta sellada. Olor a muerte. Miedo en el corazón.

Se abre la puerta, griiiii, y un grito de horror sofocado sale de su boca.

Una mujer tumbada en la bañera, repleta de agua teñida de rojo, con la mirada perdida en el vacío y los brazos colgando. Rojo azulado en las muñecas, un cuchillo tirado al lado de la ducha, justo encima de la toalla negra con la que solía ducharse. El pelo seco, y el agua rebotando en sus nalgas, gotita a gota.

En un rincón el gato asustado. Rojizo por culpa del tinte de agua al que su ama le había castigado.

Cogió al gato, cerró la puerta tras de si, se sentó en el sofá, contribuyó al olor a cigarrillo apagado fumándose uno, un LM para ser exactos, se levantó, colgó los cuadros en su sitio, quitó el polvo, fregó los platos, recogió la ropa y la puso dentro de la lavadora, colocó bombillas en las lámparas, y llamó a la policia.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Insoportable lascivia del ser

Es sábado. Uno de esos sábados en los que uno no entiende por qué se compró un teléfono móvil hace tanto tiempo; hoy no le ha servido de nada. Están todos de viaje, así que es muy improbable, por no decir totalmente absurdo, que alguien llame para hacer algún plan.

No se ha quitado el pijama desde que se ha levantado, y le gusta. Ha leído durante horas, no sabe cuántas, y luego se ha acostado, a soñar.

Riing, riing, riing... insistentemente, y cada vez más estridente. Riiing, riiing, riing.
-¿Sí?
-Hola.
-Hola. ¿Te pasa algo amor? ¿Qué hora es?
-No sé, ¿las seis?
-Ah... uuupss... espera.
-¿Hace calor?
-No sé, ¿18 grados? ¿Por?
-Entonces vas ligera de ropa...
-¿Perdona? No sé, llevo un pijama, como siempre. ¿Estás bien?
-Sí, ¿por qué no iba a estarlo? ¿De qué color es el pijama?
-Mmm... ¡negro! ¿Qué te pasa?
-Nada, me acordaba de ti, siempre me acuerdo de ti, de tu piel...
-De verdad, ¿te ocurre algo?
-Sí, seré sincero, estoy cachondo... no hago más que pensar en ti, en tu piel, en tus pezones...

De repente tenía un calor absurdo, estaba empapada, contrariada, avergonzada, ruborizada, aturdida. No entendía nada.

Abrió los ojos. El televisor estaba en marcha, con una de esas películas que sólo ponen de noche, en las que lo más surrealista toma forma. Le estaba sonando el móvil, y no llego a tiempo a responder. Aquellos minutos en que uno se pasea dulcemente entre la realidad y la ficción, aquellos minutos en los que el ser es más vulnerable, le habían jugado una mala pasada. La llamada que estaba recibiendo se confundió con una conversación absurda de la película que estaban pasando en La Sexta.

¡Qué desilusión! Por una vez le hubiera gustado ser la protagonista de una llamada tan irreal como surrealista.