viernes, 17 de octubre de 2008

Pies rotos

Volvía a casa tras haberse comido casi un pfannkuche, o como se llamara, ella solita. Había sido una velada bonita aunque dolorosa; no llevaba los zapatos adecuados.

Habían estado bebiendo un Sangre de Toro, y luego una crema de ron miel elaborada en Canarias, uno de esos tantos productos que, cuando uno se atreve a ir al supermercado, encuentra etiquetado con una simpática nota: SOY CANARIO.













A eso de la una de la madrugada, una hora más en la península (suena raro decirlo a la inversa), se habían puesto a deambular por las solitarias calles de Santa Cruz, en dirección a La Puerta Verde. Ahí tocaba un grupo por el que E. se derretía. Habían tardado unos 25 minutos en llegar a destino, y los pies de J. no podían ya aguantar más. Llevaba puestos unos zapatos que V. le había regalado hacía unos días. No se había molestado en mirar qué número eran, pero por el dolor que le habían causado, probablemente eran un 38 y no un 39, el número que ella usaba.

Abandonó al grupo a los 20 minutos escasos de haber llegado al local, se sentía absurda, con esos zapatos opriméndole los pies. Había tomado un taxi, total, no estaba tan lejos de casa, y se hizo dejar en la puerta. En Santa Cruz, un taxi sí te sale rentable, no como en Barcelona, que el mismo trayecto le hubiera costado el triple.

Llegó, abrió el correo para poder leer la respuesta de M., a pesar de que M. pensaba que J. le tenía olvidado, y luego leyó noche de colillas solitarias. Estaba decidida a felicitar a su lector por haber encontrado la respuesta a la pregunta sobre la fanta, aunque luego se retractó, y decidió crear una entrada nueva, de la que sí le iba a informar, puesto que veía que a M. le había dolido no haber sido notificado de la actualización.

Las cosas cambiaban, sí. J. 1: M. 0, decía. Ella no lo veía así, pero ¿qué le podía hacer? Ponerse en la piel de los demás es difícil, y cuando uno no sabe ni siquiera en qué día vive, porque está sufriendo muchos cambios, porque todo le queda un poco grande, porque necesita digerir tantas cosas...

J. se había colapsado aquella mañana. Había salido de la península persiguiendo un sueño, sueño viejo ya, pues hacía tres años que lo deseaba. J. había abandonado todo lo que tenía y se iba a empezar una nueva vida, llena de cambios, llena de presiones. Ya no sólo tenía la presión de los estudios, sino la preocupación por el trabajo, en esta época en la que la crisis mundial acapara páginas y más páginas de la prensa mundial, y los malentendidos con uno de sus lectores.

¿Tan difícil era de entender que, bajo grandes dosis de presión, las personas mutan su comportamiento? ¿Tan reprochable era? ¿Tan malvada tenía que sentirse? J. no estaba viendo sus objetivos cumplidos, en las primeras semanas del máster se exige mucho a los estudiantes, que se vayan perfeccionando, y reciben críticas muy duras. Hay que añadirle a todo esto, que J. se sentía en desventaja. ¿Qué culpa tenía ella de haber optado, hacía cinco años, por estudiar una lengua minoritaria? ¿Acaso no tenía derecho a formarse en esa lengua? ¿No era normal que la situación pudiera un poco con ella?

J., damas y caballeros, no tiene televisor. Mata sus horas como puede, y empieza a cogerle aversión a la pantalla del ordenador. Todo pasa por esa pantalla: la prensa internacional que debe leer todos los días, los trabajos que M. le manda, y que ella le agradece de todo corazón, aunque probablemente M. no lo esté percibiendo de esta manera, la TV por Internet, los trabajos de documentación sobre las semanas temáticas del máster...

J. tiene una casa pequeña, pero no le da tiempo a darse cuenta de que es más grande de lo que piensa, puesto que muchas de las horas en las que está en casa, está delante de la pantalla del ordenador, en el único sitio de la casa en el que lo puede poner: en la mesa de la cocina-comedor. J.ni siquiera lo aparta de la mesa para comer, se hace un hueco y luego reemprende sus labores.

J. tiene 23 años, y ha vivido siempre una vida más adulta de lo que le tocaba vivir. J. tiene ganas de salir de su casa, de conocer gente, de relacionarse, de divertirse. J. no sobrevivirá a tanta presión si no goza un poco de su vida. Y a J. le parece que se le están reprochando esas ganas de vivir, esas ansias por vivir.

J. ya no quiere seguir escribiendo hoy. Esta mañana, las lágrimas, ese gran desconocido suyo, han descendido por sus mejillas. Se lo advirtieron: tarde o temprano te colapsarás, y fue más temprano que tarde. ¿Debía estar contenta? Según la psicóloga de la facultad, profesora del máster a su vez, sí. Debía estar contenta porque le habia sucedido al inicio, y no al final, cuando ya no hay nada que se le pueda hacer para cambiar la situación, o más bien, el resultado.

J. se iba a dormir, pero antes avisaría a M. de esta actualización, esperando que mañana, cuando lea esta entrada, entienda un poco mejor qué está sucediendo en la cabeza de J.

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