sábado, 21 de junio de 2008

Delirio


Nada recordaba cuando se levantó en aquella extraña casa. A medida que avanzaba sola por los pasillos de aquella prisión, pequeños destellos le venían a la mente. No había ni rastro de lo sucedido la noche anterior. La cabeza le dolía de mil demonios, la boca le sabía a cenicero y el estómago le ardía como pocas veces en su vida le había quemado. Aquella habitación que no paraba de recorrer con su mirada en busca de una explicación lógica y humana olía a sexo putrefacto. Sin embargo, no había nadie tumbado en la cama, y tampoco había rastro de presencia humana en las sábanas. No atinaba a pensar claro, una nube espesa de niebla le recubría los pensamientos, los recuerdos.

Estaba desconcertada. Caminó y caminó incesante por aquella casa, pero de nada le sirvió: ni rastro humano. ¿Estaría soñando?

De repente, estridentemente y desgarrándole el corazón, el teléfono sonó. No se atrevió a contestar, y dejó que saltara el contestador automático. "Has llamado a casa de Fernando Álvarez, en estos momentos no puedo atenderte, deja tu mensaje y te llamaré a la mayor brevedad posible. Gracias".
¿Quién era ese tal Fernando? ¿Cómo se habían conocido? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no se acordaba de él? Siguió inspeccionando hasta el más ínfimo rincón de aquella casa, inspeccionó todos los armarios del cuarto de baño, uno por uno. Nada. Entre aquel desorden sólo se encontraban productos masculinos de todo tipo. Ni rastro de una crema femenina, ni absorbentes higiénicos. Nada.

Se dirigió a la cocina en busca de algo con que saciar aquella horrible sed de resaca. En la puerta de la nevera colgaba una factura impagada, a nombre de Fernando Álvarez, y una nota en letra rebuscada donde ponía “acuérdate de llamar a Don Ignacio". ¿Quién era Don Ignacio? ¿Por qué quería llamarle? ¿Qué relación tenía con aquella casa, con aquella factura? Sació su sed con un vaso de zumo de melocotón medio agrio que encontró dentro de aquella solitaria nevera gris.
Permaneció un rato en la cocina mientras inhalaba el humo de un Winston blue sentada frente a la nevera, mirando incesantemente aquella factura impagada que colgaba de la puerta del frigorífico.
Había perdido la noción del tiempo. ¿Habían pasado diez minutos? ¿O tal vez una hora? A ella le daba igual, pues era tal su desconcierto.
Se dirigió entonces hasta el maloliente dormitorio en el que había amanecido y rebuscó en todos los cajones. Encontró por casualidad el documento de identidad de Fernando Álvarez. Lo revisó montones de veces, pero era incapaz de encontrar ningún dato que le fuera de utilidad. Tras varios minutos, y llegada la calma tras los nervios de encontrar una explicación a su presencia en aquella casa, dio con la respuesta: Fernando había nacido el mismo día que ella, en la misma ciudad.
Empezó a caminar hacia la cocina, patidifusa, y allí se quitó la vida, sin más.

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