jueves, 19 de junio de 2008

Evita

Desde que me fui Evita ha estado conmigo. Nos conocimos por casualidad, al dar la vuelta en aquella esquina. Llovía. Hacía un frío de mil demonios y lo único que me apetecía antes de toparme con aquella muchacha de veintiséis años era tomarme un buen café con Baileys. Tenía el frío calado entre los huesos, y aquella sensación de necesidad hizo que arremetiera con más fuerza a la intrusa que había decidido cruzarse en mi camino. Un hilo de voz salió de sus dulces labios en señal de queja. Evita también estaba empapada. No nos dijimos nada y cada una siguió su camino.

Entré en el primer bar que encontré para tomarme ese café con mi bebida alcohólica preferida. Era un local grande decorado con mesas de madera de aquellas típicas de La Mancha, con los molinillos de viento colgando del techo, acompañados por lámparas negras colgantes. En la barra dos simpáticos camareros de unos cincuenta años, vestidos de blanco y negro con chaleco y pajarita, me sonreían. Estaban secando los humeantes vasos cuidadosamente con un paño blanco a cuadros rojos. Se miraban y sonreían con el olor a tapa recién hecha en un bar de provincias. Llevaba años viviendo en aquella ciudad y pasando a diario por delante de El Quijote, pero jamás había reparado en su belleza, en la tranquilidad que aquel oasis le daba a uno. Por primera vez en mucho tiempo no pedí, como solía hacer religiosamente cada vez que entraba en un local de copas, mi carajillo de Baileys. Me senté en la última mesa del rincón de la derecha, al lado de los servicios, y me tomé un hirviente café con leche. Saqué del bolsillo interno de mi bolsa el último libro que me estaba leyendo. Lo había comprado hacía 8 años, la última vez que estuve en Irlanda paseando por Grafton Street mientras aquel niñito de ojos azules y pelo rubio cantaba las canciones de su patria. Un par de años antes una amiga me había hecho llegar un libro de la misma escritora. No la conocía, Patricia Scanlan. Me regaló Francesca's Party. Me pareció una buena manera de hacer girar la tortilla. Con este pensamiento me dirigí sin más dilaciones hasta Easton a por mi nueva adquisición: Finishing Touches. No sé cuantas horas pasaron mientras iba leyendo las páginas de mi libro de cubiertas lilas. Estaban casi cerrando cuando la campanilla de la entrada, con el abrirse de la puerta, me sacó de la regresión mental en la que me encontraba. Sin pensarlo alcé la vista hacia la puerta, tal vez esperaba que cruzara un apuesto Richard Gere provinciano, de pelo grisáceo y madurito, pero no fue así. Por aquella puerta entró la incordia que a penas unas horas antes había chocado conmigo en la esquina, haciendo desvanecer mi momentánea ensoñación sexual. La muchacha seguía empapada. Miró a su alrededor, me miró, se giró y salió por la puerta tal cual había entrado.

Me levanté corriendo, saqué unas monedas y le grite al camarero más bajito que se quedara con la propina. En un arrebato salí corriendo tras la empapada muchacha. La cogí por el brazo y le grité que me dijera su nombre. Lloraba y lloraba y no me miraba. Imaginé cosas que no existen, pero esa muchacha sin lugar a dudas existía. Llevaba puesto un vestido de novia, pero era rojo y estaba lleno de polillas. La llevé a mi casa, para que se cambiara, y ya nunca se fue. Al principio me irritaba su presencia, quería echarla de casa pero me resultaba imposible, me perseguía allá donde estuviera, incluso se metía conmigo en el baño cuando me peinaba, cuando me duchaba. A veces intentábamos hablar de nuestras respectivas cosas, pero casi nunca encontrábamos el momento para sentarnos a charlar, a pesar de que no me dejaba ni en mis sueños. Por las noches intentaba siempre enumerar todas las cosas que Evita había hecho aquel día, cosas que hubieran hecho que mi vida fuera diferente de no ser por su presencia en mi casa. No puedo asegurar que mi vida fuera más feliz sin Evita, ni que las cosas me hubieran ido distinto si no la hubiera conocido. Evita había llegado a mi vida justo cuando yo me cambiaba de ciudad en un intento por salir corriendo de mi tristeza, de mi amargura, de mi desazón. Pero ella fue más inteligente que yo, me persiguió hasta mi nuevo destinto hasta conseguir chocar conmigo en la esquina de un bar, sin poder evitarla, entrando irremediablemente en mi vida, como quien en ella se cruza, se queda y después decide que no se va.

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