lunes, 25 de agosto de 2008

Las sábanas de Elsa

Se levantó cabreada. Había dormido mal por su culpa, por culpa de aquél desconocido al que le había dado carta blanca para que se acostara con ella. Ni se acordaba de la cantidad de copas que había ingerido antes de que semejante escena tuviera lugar.


No había estado tan pésimo; aunque del mismo modo que le ocurría con Elías, le había ocurrido con Javier: ni rastro de orgasmo.


Elsa se levantó cabreada pensando en ese orgasmo inalcanzado; una vez más. Despertó a su compañero de lecho, le echó su ropa encima y lo invitó a abandonar la casa, no podía con su presencia, la irritaba. Javier abrió sus ojos de besugo e, incrédulo, fue vistiéndose paulatinamente, mientras Elsa se enzarzaba sola en una discusión que más que un diálogo era un monólogo: repetía a gritos todos sus pensamientos negativos, y se encabronaba sola.


Elsa había perdido la noción del tiempo. Lo único que quería era que Javier se vistiera, ni siquiera lo iba a dejar ducharse, y se fuera; se fuera lo más rápido posible de los espacios reservados a su intimidad. Quería estar sola para poder disfrutar de una buena ducha de agua fría y lavarse la piel, eliminar rastros de aquella infidelidad perpetrada en el lecho que compartía con Elías.


Se duchó, y casi se arranca la piel intentando eliminar el olor a hombre, no a Elías, que Javier le había dejado en la piel. Salió de la ducha sin secarse, dejando rastros de agua allá donde pasaba. Se dirigió a la cocina, a por su dosis matutina de café Lavazza, aquél que tanto le gustaba a Elías, y, al darse cuenta de que le echaba de menos, rompió la taza con toda la furia contenida de la infidelidad que Elías había cometido contra ella y que, inocentemente, Elías pensaba que Elsa desconocía. Había sido hacía apenas unos días, Elsa se encontraba de viaje de negocios en Toledo y Elías había optado por acostarse con aquella muchachita que trabajaba en su oficina. Elsa lo sabía porque el muy desgraciado no había eliminado algunos de los indicadores del delito: un condón en la basura del baño -basura que Elsa había vaciado antes de irse a Toledo- y unos cuantos pelos femeninos, sospechosamente rubios, pegados en el lado de la cama de Elsa. Hubiera pasado inadvertido de no ser porque Elsa era pelirroja y de pelo corto.


Mientras ese mal trago le azotaba la paz interior, Elsa, empapada por el agua de la ducha que hacía unos minutos había tomado, se encaminó hacia el dormitorio conyugal y, en verlo todo rebolcado, arrancó con furia las sábanas y las echó a lavar, con lejía, y con todos los productos que encontró a su paso. Nada le parecía lo suficientemente potente como para eliminar la culpabilidad de la que esas sábanas se habían quedado impregnadas.


Fue entonces cuando, al recolocar las sábanas, aquellas que la madre de Elías les había regalado, como regalo de bodas, cayó en la cuenta de que odiaba a los fabricantes de sábanas. Eran seres detestables. Elsa había aprendido, hacía unos años, cuando compartía piso con aquel chico de Tarragona, que hay dos tipos de personas: las personas normales y comunes, y los seres detestables. Y en aquel preciso momento había decidido que los fabricantes de sábanas tenían que engrosar la lista de los seres detestables; porque realmente lo eran. La ennervaba que las sábanas tuvieran sólo dibujo por una superficie y no por ambas. En las épocas de más frío, cuando las camas están recubiertas por capas infinitas de mantas en un intento por conservar el calor corporal, no tenía importancia, puesto que todo quedaba dispuesto como si se tratara de un sobre cuidadosamente elaborado, destinado a teñir los sueños de los que se meten en él del color del que fueran ellas. Pero en verano, y desgraciadamente nos encontrábamos en verano, las mantas se volatilizaban, nadie las soportaba porque se pegaban a la piel de mala manera, y quedaban sólo las sábanas. Si las ponía como en las épocas de más frío, el cabezal quedaba precioso, pero el resto de la cama adquiría un color desteñido, dejando entrever el dibujo que, tímido, se escondía en el interior de la cama. Si, por el contrario, decidía que las ponía al "revés", entonces el cabezal quedaba horroroso, rompía la estética que Elsa tanto buscaba.


Tras cambiar una docena de veces las sábanas, que si con el dibujo hacia dentro, que si con el dibujo hacia fuera, Elsa decidió que no le importaba un comino cómo estuvieran colocadas, las arrancó nuevamente, se tumbó en la cama -tan vacía desde que Elías se había mudado a Madrid, temporalmente, como le había indicado en su última pelea-, se retorció como si de un gusano se tratara y se echó a llorar, hasta que se le secaron las lágrimas y los ojos se le enrojecieron tanto que era incapaz de ver los pequeños rayos de sol que, a primera hora de la mañana, tanta calidez le conferían a su dormitorio ¿matrimonial?

2 comentarios:

Mister dijo...

....COMINCIO A CAPIRE.....
UN BACIO

IL TUO PROF. ROMAGNOLO...

Miserias del traductor dijo...

Marco tesoro!!! grazie di leggermi!! Vedrai che pian piano ti impari lo spangolo!!!! un bacione